REMINISCENCIAS DEL TREN

¡OH... aquellos inolvidables viajes por tren! Al llegar a la estación, los pasajeros portando sus maletas, se acercaban a la boletería a comprar sus pasajes hacia el lugar donde se dirigían. Si viajaban con niños, el boletero, huincha en mano procedía a medir a éstos; si su medida alcanzaba el metro, debían pagar medio pasaje; si su medida era inferior al metro quedaban exentos de pago. Luego de cumplir con este trámite se trasladaban con su equipaje a la sala de espera, donde les aguardaban largos asientos de madera, allí se sentaban a conversar entre ellos para espantar el tedio de la espera de la llegada del tren, que casi siempre se retrasaba en su horario. Los niños aprovechaban muy bien el tiempo, haciendo competencia de quién duraba más equilibrándose sobre los rieles de la vía férrea. De vez en cuando se tendían en el suelo apegando sus oídos a los fierros y si escuchaban un leve ruido acompañado de una ligera vibración, se levantaban felices corriendo donde sus padres a anunciarles la proximidad del tren, los que al sentir el pitazo a lo lejos, se acercaban con su equipaje al andén.

Luego se hacía sentir al estrepitoso rechinar sobre los rieles. Apenas el longino se detenía, los viajeros procedían a embarcarse; junto con ellos subían los vendedores de empanadas, hallullas, sopaipillas, sándwich, bebidas, té, leche y agua caliente en botellas entre otras cosas, lo que ofrecían en forma apresurada antes que partiera el tren; casi siempre las botellas vacías eran devueltas por la ventana a sus dueños estando el convoy ya en marcha; mas de alguna vez, una de estas botellas fue a parar justo en la cabeza de un apenado pariente o amigo que despedía a algún viajero en el andén; esto hacía más dolorosa aún la despedida. Ya dentro de los coches, los pasajeros se acomodaban de la mejor forma posible; allí destapaban sus canastos que contenían sus fiambres, los que siempre se componían de gallinas cocidas, huevos duros, pan, etc., los que consumían con verdadero apetito.

Ocurrían cosas muy graciosas en los coches y por lo general eran los adoradores de Baco, los protagonistas de ellas; éstos eran encargados de poner la nota humorística en los viajes. Luego de tomarse unas cuantas botellas de licor, se ponían a dormir la mona, claro que después le iba como la ídem, pues al llega el tren a la estación donde debían bajarse, estaban sumidos en el más profundo sueño, entre los brazos de Baco y Morfeo. Al ponerse el longino en marcha nuevamente, pasaba el inspector revisando los boletos; al llegar donde ellos, debía sacudirles para despertarles y pedirles los suyos; éste al darse cuenta del problema, los hacía bajarse en la próxima estación con sus monos y con su “mona”. También había un pasajero muy especial; este era el “pavo”, individuo que por falta de dinero para costearse su pasaje, se embarcaba sin boleto. Los demás pasajeros solidarizando con él, lo metían bajo su asiento, cubriéndolo con sus mantas; así pasaba inadvertido por el inspector, pero en otras ocasiones no era tan afortunado, el funcionario lo descubría y después de llamarle la atención en forma muy severa, lo obligaba a bajar en la siguiente parada. Existía otro tipo de “pavo” del tren; éste era el pasajero que al detenerse el tren en una estación, se bajaba a estirar las piernas y se alejaba más de lo debido; un fuerte pitazo lo hacía comprender su imprudencia, entonces emprendía una desenfrenada carrera tras el monstruo mecánico; a veces lograba alcanzarlo, otras no tenía tanta suerte; su loca carrera de la línea era infructuosa; el “pate'fierro” era más rápido que sus piernas y así el pavito se quedaba en tierra no más.

En algunas estaciones donde el tren se detenía por más tiempo, se podían apreciar improvisadas cocinerías, donde mujeres de albos delantales ofrecían a los viajeros sus típicas cazuelas de ave, que cada cual ponía más énfasis en promocionar; sin embargo había algo que se quedaba en la incógnita; jamás especificaban el ave, pero lo que sí les quedaba bien claro a los ocasionales clientes era que las cazuelitas eran bien sabrosas. En el tren que venía desde el sur, viajaban muchos comerciantes con destino a las oficinas salitreras, donde vendían sus productos, los que consistían en frutas secas, charque, quesos, gallinas, etc. Cuando éste llegaba de madrugada a alguna estación, la cosa se ponía seria, pues irrumpían los vendedores en los coches ofreciendo a gritos su mercancía, despertando a los pasajeros que habían logrado dar algunas pestañadas, los que muy molestos lanzaban imprecaciones en contra de estos. Con todo este griterío, los niños también despertaban llorando; las gallinas empezaban a cacarear dentro de sus jabas y hasta algún gallito que viajaba por encargo, lanzaba su inspirado canto matinal, desde su reducido harem. Demás está decirlo que se formaba un alboroto del porte de un buque... perdón, del porte de un tren.

 

 Virginia Arévalo Olivares

 

 

vestigiosdeuntren
Vestigios de un tren que recorrió las pampas salitreras